
Hace apenas un año, cuando el presidente colombiano Gustavo Petro denunció públicamente el genocidio que se estaba gestando en Gaza y decidió romper relaciones diplomáticas con Israel, fue blanco de burlas, críticas feroces y descalificaciones por parte de políticos, medios de comunicación y analistas.
Se le tildó de “excéntrico”, “irresponsable”, incluso de “infantil”. Se acusó su postura de populismo o simple estrategia para ganar relevancia internacional. Lo cierto es que Petro, más allá de los calificativos, estaba diciendo una verdad incómoda que muchos se negaban a ver.
En ese entonces, mientras la maquinaria de guerra israelí dejaba un rastro de muerte y destrucción en la Franja de Gaza, Petro alzaba la voz por los palestinos, un pueblo históricamente despojado y vulnerado.
Mientras gobiernos poderosos guardaban silencio o se alineaban automáticamente con Israel, Petro se atrevía a llamar las cosas por su nombre: lo que allí ocurría —y sigue ocurriendo— es un genocidio. Pero el precio de decir la verdad antes que los demás es, a menudo, el descrédito.
Hoy, el panorama internacional comienza a cambiar.
Lo que en su momento fue considerado un exabrupto presidencial ahora es tema de discusión seria en cancillerías europeas. Países como Reino Unido, Francia y Canadá han empezado a emitir declaraciones condenando los crímenes cometidos por Israel en Gaza.
Organismos internacionales, incluidos algunos que antes eran reticentes a pronunciarse, admiten que los hechos podrían constituir crímenes de guerra e incluso genocidio.
De pronto, lo que Petro dijo ya no parece tan radical. De pronto, se le empieza a reconocer —aunque a regañadientes— que tenía razón.
Este cambio revela una dolorosa verdad sobre cómo se construyen las narrativas en el ámbito internacional
No todas las voces pesan lo mismo. Cuando un líder del Sur Global como Petro denuncia un crimen, es tratado con condescendencia o desprecio. Pero cuando las mismas palabras salen de la boca de un líder europeo o norteamericano, adquieren legitimidad, cobertura mediática y respeto.
¿Tan colonizada está nuestra opinión pública que solo creemos en la humanidad cuando nos la certifica Europa?
¿Tan poca confianza tenemos en nuestras propias capacidades morales y políticas que necesitamos la venia del Norte para indignarnos?
La postura de Petro no fue ni precipitada ni ingenua.
Fue profundamente ética. Fue una demostración de lo que significa ejercer la política exterior desde los principios y no desde el cálculo. Al denunciar lo que sucedía en Palestina, Petro no solo defendía al pueblo palestino: también reclamaba para Colombia y para América Latina un lugar digno en el concierto de las naciones.
Un lugar desde el cual se pueda hablar con independencia, sin miedo a incomodar a las potencias de siempre.
Hoy, cuando la comunidad internacional empieza a ver con otros ojos lo que ocurre en Gaza, es importante recordar quiénes se atrevieron a decir la verdad primero.
No por ego ni por revancha, sino porque el reconocimiento de esas voces es esencial para construir un mundo más justo. Petro no se equivocó: se adelantó. Y si el mundo lo hubiese escuchado antes, quizás hoy habría menos muertes, menos dolor, menos impunidad.
A veces, tener razón no basta. Pero tener razón, cuando se trata de defender la vida, siempre es un acto de coraje.