
El decreto de convocatoria a una Consulta Popular por parte del gobierno del presidente Gustavo Petro ha generado un intenso debate. Sin embargo, cualquier crítica que no reconozca el contexto político en el que surge esta iniciativa carece de seriedad e imparcialidad.
El Congreso, lejos de ser una víctima de abusos institucionales, ha asumido un papel activamente obstructivo frente a las reformas sociales propuestas por el Ejecutivo.
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Las reformas laboral, pensional y de salud han sido sistemáticamente bloqueadas no por razones técnicas, sino por intereses económicos y cálculos políticos.
La Consulta Popular, en este sentido, no es un ataque a la institucionalidad democrática, sino un intento legítimo de canalizar la voluntad ciudadana frente a un Congreso que se niega a legislar en favor de las mayorías.
Es profundamente hipócrita que sectores de la oposición acusen al Ejecutivo de “autoritario” cuando lo que se está proponiendo es someter las reformas al juicio del pueblo —la máxima expresión democrática posible—.
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Ninguno de los críticos del decreto menciona que lo que se busca es restituir derechos laborales desmantelados por el uribismo, ni que se intenta corregir un sistema de salud profundamente inequitativo.
Hablar de “caprichos políticos” frente a una herramienta constitucional para decidir sobre derechos fundamentales revela el verdadero desprecio por la ciudadanía.
El verdadero atentado contra la democracia no está en consultar al pueblo, sino en impedir que se legisle para garantizar derechos. El decreto, lejos de vulnerar la institucionalidad, la fortalece, al abrir un cauce legal para resolver lo que el Congreso, por intereses mezquinos, ha preferido ignorar.