(Informe Especial)
Llama la atención que todo el mundo desearía el mejor maestro para sus hijos, pero muy pocos quieren que sus hijos sean maestros, lo que evidencia la contradicción que reconoce por un lado la importancia transcendental de los maestros, pero por el otro, la injusta desvalorización como profesionales de segunda o tercera categoría. Así las cosas, debe quedar absolutamente claro que en Barrancabermeja, si queremos acabar con los moto taxistas, los vendedores de minutos en celular, la mendicidad, la prostitución y tantas formas de pobreza que vemos, primero debemos acabar con la pobreza de la educación y con la pobreza de los educadores.
La educación está adquiriendo una importancia cada vez mayor en todo el mundo, pues se la considera el elemento clave para combatir la pobreza, aumentar la productividad y formar personas autónomas y ciudadanos honestos y responsables.
La educación puede formar personas egoístas o solidarias, puede convertir a los alumnos en asesinos o en santos, puede enseñar a ver a los otros como rivales y enemigos, o incluso como compañeros y hermanos. De ahí la importancia de la educación, pues eso puede llegar a ser el medio privilegiado para que cada persona se plantee y alcance una vida en plenitud.
En la actual sociedad del conocimiento y en este nuestro siglo del saber, la carrera económica, cultural y geopolítica pasa a ser una carrera entre sistemas educativos. La fortaleza de Barrancabermeja radica en el grado de educación de sus habitantes. La educación es la suprema contribución al futuro del mundo actual, puesto que tiene que contribuir a prevenir la violencia, la intolerancia, la pobreza, el egoísmo y la ignorancia. Una población bien educada e informada es crucial si se quiere tener democracias prósperas y comunidades fuertes. La educación es el pasaporte a un mañana mejor.
Si realmente estamos convencidos de que la educación es el pasaporte al mañana, la condición de cultura, libertad, dignidad, clave de la democracia política, del crecimiento económico y de la equidad social, debería ocupar el primer lugar entre las preocupaciones públicas y entre los esfuerzos nacionales.
Si la educación es un derecho, es también un deber de todos. De ahí la necesidad de asumir la educación como tarea de todos, como proyecto nacional, objeto de consensos sociales, amplios y duraderos. El Estado debería liderar la puesta en marcha de un verdadero proyecto educativo, en coherencia con el proyecto de país que queremos, capaz de movilizar las energías creadoras y el entusiasmo de toda la sociedad.
Si realmente estamos convencidos de la importancia de la educación, de que es el arma fundamental del progreso, deberíamos asumir una economía de guerra en pro de la educación.
Guerra frontal contra la ignorancia, contra la pobreza, contra la ineficiencia, contra la retórica, contra la mediocridad.
Hay que convertir las proclamas y buenas intenciones, en políticas. Hay que superar la mentalidad clientelista y politiquera, y convocar a las mentes más preclaras y a los que han demostrado con hechos que, desde hace tiempo, les viene preocupando la educación y tienen algo concreto que aportar.
No puede ser que los cargos en educación se sigan otorgando como pagos por favores y fidelidades políticas. Esto equivale a seguir apostando a la mediocridad.
El problema educativo es tan serio y tan grave, que no podemos darnos el lujo de prescindir de nadie. Todos somos necesarios para resolverlo. Pero deben ser los educadores los protagonistas de los cambios educativos necesarios.
Hoy todo el mundo está de acuerdo en que, si queremos una educación de calidad, necesitamos educadores de calidad, capaces de liderar las transformaciones necesarias. Ninguna reforma educativa ha triunfado en el mundo si los educadores no la han asumido con entusiasmo y creatividad.
Para asumir el protagonismo que les corresponde, los educadores deben transformar profundamente el rol que desempeñan. Ya no pueden percibirse como meros dadores de clases o como cuidadores de niños y de jóvenes mientras sus padres trabajan, sino como educadores socialmente comprometidos con el país, que convierten las aulas y centros educativos en lugares de trabajo, participación, formación y producción.
Necesitamos educadores sólidamente formados, que entiendan que su misión primordial es estimular el aprendizaje y formación de sus alumnos, de todos sus alumnos, y que el fracaso de sus alumnos implica su propio fracaso.
Necesitamos, en definitiva, ‘Maestros’.
Tenemos muchos licenciados, profesores y hasta magisters, pero escasean cada vez más los verdaderos maestros: hombres y mujeres que encarnen estilos de vida, ideales, modos de realización humana. Personas orgullosas y felices de ser maestros, que asumen su profesión como una tarea humanizadora, vivificante, como un proceso de desinstalación y de ruptura con las prácticas rutinarias. Que buscan la formación continua ya no para acaparar títulos, credenciales y diplomas, y de esta forma creerse superiores, sino para servir mejor a los alumnos, capaces, por ello, de liberarse de la seducción de los papeles y de la enfermedad de la titulitis.
Maestros que ayuden a buscar conocimientos sin imponerlos, que guían las mentes sin moldearlas, que facilitan una relación progresiva con la verdad y viven su tarea como una aventura humanizadora en colaboración con otros.
Maestros comprometidos con revitalizar la sociedad, empeñados en superar mediante la educación la actual crisis de civilización y la crisis de país que estamos sufriendo, capaces de reflexionar y de aprender permanentemente de su hacer pedagógico, y que se responsabilizan por los resultados de su trabajo.
Maestros preparados y dispuestos para liderar los cambios necesarios, que se esfuerzan cada día por ser mejores, y por mejorar la educación y la sociedad.
Maestros que se conciben como educadores de humanidad, no ya de una materia, sino de un proyecto, de unos valores, de una forma de ser y de sentir.
Ser maestro, educador, es algo más complejo, sublime e importante que enseñar matemáticas, biología, lectura, escritura, electricidad o inglés. Educar es alumbrar personas autónomas, libres y solidarias, dar la mano, ofrecer los propios ojos para que otros puedan mirar la realidad sin miedo.
El quehacer del educador es misión y no simplemente profesión. Implica no sólo dedicar horas, sino dedicar alma. Exige no sólo ocupación, sino vocación. El educador está dispuesto no sólo a dar tiempo, sino a darse.
La educación implica una tarea de liberación y de responsabilización. El educador tiene una irrenunciable misión de partero de la personalidad y del espíritu. Es alguien que entiende y asume la transcendencia de su misión, consciente de que no se agota con impartir conocimientos o propiciar el desarrollo de habilidades y destrezas, sino que se dirige a formar personas, a enseñar a vivir con autenticidad, con sentido y con proyecto, con valores definidos, con realidades, incógnitas y esperanzas.
La vocación docente reclama, por consiguiente, algo más importante que títulos, diplomas, conocimientos y técnicas. Formar personas sólo es posible desde la libertad ofrendada y desde el amor que crea seguridad y abre al futuro.
Cuando un maestro vive su diaria tarea no como un saber, que le crea un poder, o como una función que tiene que cumplir, sino como una capacidad que le obliga a un servicio, está no sólo ayudando a adquirir determinados conocimientos y destrezas, sino que está dando sentido a su misión, está educando, está ayudando a ser.
Esto presupone una madurez honda, una coherencia de vida y de palabra. Y esta coherencia es imposible sin un permanente cuestionamiento y cuidado del propio proyecto de vida. Sólo quien reconoce sus limitaciones, sus propias contradicciones, sus carencias, y las acepta como propuestas de superación, de crecimiento, es decir de formación, será capaz de recibir amor y por ello podrá darlo. Será capaz de aprender y por ello de enseñar.
El que cree que lo sabe todo, el que se coloca con autosuficiencia frente a los alumnos, el que piensa que no necesita de los demás, será incapaz de establecer una verdadera relación comunicativa, será incapaz de entender la necesidad de su propia educación, será por ello, incapaz de educar.
Sin estos maestros con esperanza en el ser humano, actitud abierta y solidaria, compasión efectiva, sentido crítico frente a lo dado y búsqueda de un ejercicio de la libertad responsable, no hay esperanza para la educación.
Ser maestro es la profesión más importante y más digna.
Si ninguna otra profesión tiene, a la larga, consecuencias tan importantes para el futuro de la humanidad como la profesión de maestro, la sociedad debería abocarse a considerar esta profesión de un modo tan especial que los mejores ciudadanos la sintieran atractiva.
Resulta muy incoherente alabar en teoría la labor de los maestros y maltratarlos en la práctica. La sociedad exige mucho a los maestros y les da muy poco. Se les exige incluso que tengan éxito en asuntos como la enseñanza de valores, en los que las familias, las iglesias y la sociedad han fracasado estrepitosamente.
Conseguir un buen maestro es la mejor lotería que a uno le puede tocar en la vida. Todo el mundo desearía el mejor maestro para sus hijos, pero muy pocos quieren que sus hijos sean maestros, lo que evidencia la contradicción que reconoce por un lado la importancia transcendental de los maestros, pero por el otro, los desvaloriza y los trata como a profesionales de segunda o tercera categoría.
Si queremos que la educación contribuya a acabar con la pobreza, primero debemos acabar con la pobreza de la educación y con la pobreza de los educadores.
Aunque resulta imprescindible, no es suficiente, sin embargo, pagar bien a los maestros para transformar la educación. Es urgente que, junto a esta política de remunerar apropiadamente a los educadores, emprendamos una verdadera cruzada formativa que transforme las prácticas de formación inicial de las universidades y pedagógicos y promueva la formación permanente en los propios centros educativos.
Una genuina propuesta formativa debe orientarse a formar la identidad y personalidad del educador, a proporcionarle herramientas y actitudes que le permitan y estimulen a seguir aprendiendo siempre, y lo capacite para ser un profesional de la reflexión, capaz de convertir el ejercicio de la docencia en una práctica de aprendizaje permanente.