
Como era de esperar, a la luz de lo sucedido en las últimas elecciones en Colombia, el ELN vuelve a irrumpir en el escenario político no como una fuerza insurgente con vocación transformadora, sino como un actor funcional a los intereses de la extrema derecha.
No es un fenómeno nuevo.
Ha sido una constante en los ciclos electorales recientes: justo cuando los sectores de derecha más reaccionarios del país se quedan sin discurso, sin propuestas y sin capacidad de responder a las demandas sociales, aparecen los actos de violencia y terrorismo del ELN como un ave redentora que les devuelve oxígeno político.
Paradójicamente, el mismo grupo que dice combatir a las élites termina fortaleciéndolas.
En este contexto, temas vitales y de trascendencia diaria para millones de colombianos quedan relegados a un segundo plano.
La reforma a la salud, que busca eliminar la intermediación financiera de las corruptas EPS; la lucha contra la pobreza estructural; las reformas laboral y pensional orientadas a dignificar la vida de los trabajadores; o el cobro abusivo de peajes y de la energía eléctrica, desaparecen del debate público.
Gracias a las acciones violentas del ELN, el único tema que los grandes medios tradicionales posicionan en la agenda nacional es la violencia, utilizada de manera conveniente para apuntalar las campañas de la derecha.
El libreto es conocido: primero nos venden miedo, luego nos ofrecen una supuesta seguridad.
Una seguridad que nunca llega a materializarse, pero que, gracias a la manipulación mediática y al discurso simplista del orden y la mano dura, logra convencer a amplios sectores de la población de que la extrema derecha tiene las respuestas.
En realidad, lo que se impone es una política de represión contra los más débiles, mientras se exhibe una preocupante debilidad —cuando no sumisión— frente a las grandes estructuras económicas y criminales que históricamente han generado violencia, desigualdad y odio en el país.
En este escenario, el ELN termina siendo, de facto, el mejor aliado de las derechas.
Ambos coinciden en un patrón perverso: violencia contra los débiles y complacencia frente a los poderosos.
Esta coincidencia se vuelve aún más grave cuando se observa una aparente complicidad o, en el mejor de los casos, una indiferencia frente al tráfico ilegal de narcóticos, uno de los principales combustibles del conflicto armado y de la degradación social en Colombia.
Si bien los temas de seguridad son importantes en cualquier nación, la coyuntura actual exige una lectura más profunda y responsable.
La obsesión con la violencia, amplificada interesadamente, no puede eclipsar la discusión de fondo sobre las reformas sociales que impulsa el progresismo.
A defender las reformas sociales
Defender estas reformas y votar por las listas que las respaldan no es un acto ideológico ciego, sino una apuesta por mejorar las condiciones materiales de vida de los colombianos.
Y es precisamente esa mejora —en empleo, salud, pensiones y bienestar— la que, a largo plazo, reduce los niveles de violencia y le quita terreno tanto a los grupos armados como a quienes se lucran políticamente del miedo.




