
Lo que estamos presenciando con Abelardo de la Espriella no es más que la reedición, con estética moderna y lenguaje mediático, de un viejo y fracasado discurso: el neoliberalismo que ha protegido durante décadas los intereses de la intermediación financiera en sectores como la salud, la infraestructura vial, las tarifas de servicios públicos y las pensiones.
Este modelo, defendido ahora por nuevas figuras envueltas en glamour y polémica, ha convertido a Colombia en uno de los países más desiguales del planeta.
Abelardo de la Espriella, más que un fenómeno político, es un fenómeno mediático cuidadosamente producido.
A su alrededor orbitan celebridades y empresarios que representan el éxito inmediato, bendecido por capitales emergentes que dominan el espectáculo y las redes sociales.
Estas figuras —cantantes, influencers, actores, empresarios— funcionan como una maquinaria de legitimación del discurso neoliberal, disfrazado de meritocracia y libre competencia, pero sostenido en la concentración de poder económico y mediático.
Al igual que Abelardo, muchos de sus aliados provienen o mantienen vínculos con sectores cercanos al paramilitarismo, al narcotráfico y a la política tradicional.
Aunque sus contratos y alianzas puedan parecer legales, la cercanía con estos grupos revela una peligrosa continuidad: los mismos poderes que durante décadas han saqueado al país, ahora se presentan bajo el ropaje de la renovación.
Su narrativa promete “salvar a Colombia”, pero en realidad busca perpetuar la subordinación de la nación a los intereses privados que siempre la han gobernado.
En este entramado no puede faltar el componente religioso.
Poderosos predicadores evangélicos multimillonarios —expertos en resignación, obediencia y diezmos— refuerzan la ideología del sometimiento.
Con su influencia, estos pastores convierten la fe en un instrumento político y económico que justifica las desigualdades, normaliza la pobreza y glorifica la riqueza de unos pocos. La espiritualidad se convierte en una coartada perfecta para el capitalismo salvaje.
Mientras tanto, los grandes medios de comunicación actúan como blindaje.
Al igual que lo hicieron en su momento con Álvaro Uribe Vélez, están fabricando alrededor de Abelardo una imagen de “teflón”: nada lo mancha, nada lo afecta.
Su pasado como abogado de paramilitares, su relación con la pirámide DMG o con el empresario Alex Saab —vinculado al régimen de Nicolás Maduro— parece no tener consecuencias.
La lógica mediática convierte la controversia en espectáculo, y el escándalo en marketing.
La coherencia moral ha dejado de ser un valor político.
Abelardo puede declararse ateo un día y ferviente creyente al siguiente, burlarse de causas animalistas y luego proclamarse su defensor. Puede admitir haber engañado a su esposa en nombre del amor y aun así presentarse como referente moral. Todo se reduce a la narrativa del éxito y la astucia.
Cuando un precandidato presidencial dice que quiere “destripar” a la izquierda colombiana, y los medios lo transmiten sin cuestionarlo, debemos preguntarnos si estamos normalizando la violencia política.
¿Dónde están los límites del discurso público?
¿No aprendimos nada del exterminio de la Unión Patriótica?
El peligro no es solo Abelardo de la Espriella, sino la sociedad que aplaude, reproduce y vota por este tipo de discursos.
                




