
En un acto sin precedentes que vulnera los pilares fundamentales de la democracia y el Estado social de derecho, el uribismo —movimiento político liderado por el expresidente Álvaro Uribe Vélez— ha desplegado una ofensiva mediática, política e internacional sin parangón en la historia jurídica de Colombia.
Su objetivo: frenar a toda costa un eventual fallo condenatorio contra su máximo dirigente, quien enfrenta cargos por presunto soborno, fraude procesal y manipulación de testigos.
Un proceso penal largo
Este proceso judicial, que se ha prolongado durante más de 12 años, comenzó bajo el gobierno de Juan Manuel Santos y ha atravesado diversas administraciones, incluido el mandato de Iván Duque, hasta llegar al momento decisivo: el próximo 28 de julio, cuando la jueza Sandra Liliana Heredia Aranda emitirá su sentencia.
Durante este extenso recorrido, se han presentado pruebas, testimonios y procedimientos que han implicado una compleja red de intereses y poderes cruzados.
Sin embargo, lo que debería ser una muestra de fortaleza institucional y respeto por la independencia judicial se ha visto empañado por la arremetida del aparato uribista.
La arremetida del uribismo
El uribismo no solo ha instrumentalizado los medios de comunicación que controla para moldear la opinión pública a su favor, sino que ha sobrepasado los límites del ejercicio periodístico, incurriendo en actos de presión deliberada contra el sistema judicial.
Editoriales, columnas de opinión, titulares tendenciosos y declaraciones públicas buscan direccionar la decisión de la jueza, sugiriéndole qué debe fallar, deslegitimando testigos, y construyendo una narrativa de persecución política que carece de fundamento probatorio.
A través de frases como “fallar en derecho”, se intenta enmascarar una exigencia de impunidad con ropajes de legalismo.
Más preocupante aún es la dimensión internacional que ha adquirido esta presión.
El uribismo ha recurrido a sus vínculos con sectores ultraconservadores del Partido Republicano en el sur de la Florida, promoviendo incluso la idea de sanciones contra Colombia si Álvaro Uribe resulta condenado.
Esta injerencia externa constituye una afrenta directa a la soberanía judicial del país y sienta un precedente peligroso que puede erosionar aún más la confianza ciudadana en las instituciones.
Las víctimas del caso, en lugar de recibir garantías y protección, han sido objeto de una persecución infame.
Han sido estigmatizadas, atacadas públicamente y convertidas en blanco de una maquinaria de desprestigio que busca desacreditar sus testimonios y minimizar su sufrimiento. Este comportamiento no sólo es éticamente cuestionable, sino que refuerza una cultura de impunidad donde el poder político pretende colocarse por encima de la ley.
El mensaje que lanza el uribismo es claro:
No se trata de justicia, sino de blindar a su líder a toda costa. Lo que debería ser una deliberación técnica y autónoma por parte de una jueza se ha convertido en el centro de una cruzada ideológica, donde se amenaza veladamente con el “juicio de la historia” a quienes no se alineen con la narrativa uribista.
Esta actitud socava el Estado de derecho, debilita la institucionalidad y desnaturaliza la democracia.
Colombia enfrenta, por tanto, una coyuntura crítica. La decisión que se avecina no solo marcará el futuro judicial de Álvaro Uribe Vélez, sino que también pondrá a prueba la independencia y fortaleza de la rama judicial.
Es imperativo que la justicia pueda actuar sin presiones, sin miedos y sin interferencias, para que prevalezca el principio fundamental que guía a toda democracia madura: nadie está por encima de la ley.