
En los últimos días, sectores de la élite política, mediática y empresarial han reaccionado con alarma ante el anuncio del presidente Gustavo Petro sobre su intención de impulsar una constituyente mediante una papeleta ciudadana.
Acusan al mandatario de romper su palabra, recordando un acuerdo electoral de 2018 con Claudia López, en el que se comprometía a no convocar una constituyente.
Lo que convenientemente omiten es que ese pacto estaba sujeto a una condición clara: que las reformas estructurales que el país necesita fueran apoyadas por los verdes en el Congreso, en lugar de ser saboteadas sistemáticamente.
La historia reciente muestra con claridad cómo ese compromiso fue vulnerado por la misma clase política que ahora se escandaliza.
Claudia López, quien hizo parte de ese acuerdo, y sus aliados políticos no sólo incumplieron su palabra de respaldar las reformas del actual gobierno, sino que adoptaron una postura abiertamente opositora.
Desde el Congreso y otros espacios de poder, han bloqueado iniciativas clave como la reforma a la salud, la laboral y la pensional, reformas que fueron banderas de campaña y que, de haberse aprobado, habrían evitado la necesidad de una constituyente.
Por tanto, cuando se afirma que Petro “rompe” el pacto, se ignora que este ya estaba hecho trizas por quienes se comprometieron a facilitar el cambio desde las instituciones y luego se convirtieron en sus principales obstáculos.
Si un acuerdo se basa en el cumplimiento mutuo y una de las partes lo sabotea, pierde validez.
Hoy, el presidente no está rompiendo su palabra; está respondiendo al incumplimiento de quienes traicionaron el compromiso que hizo posible evitar la vía constituyente.
Ahora, la crítica gira hacia el mecanismo mismo. Se dice que la papeleta ciudadana no es constitucional, pero quienes afirman eso omiten deliberadamente dos verdades fundamentales.
Primero, que es precisamente el bloqueo legislativo de las reformas lo que deja como único camino legítimo la voluntad popular directa.
Segundo, que la Constitución de 1991, pese a su carácter progresista en su origen, contiene mecanismos que paradójicamente permiten al Congreso bloquear su propia transformación, incluso cuando el pueblo exige reformas profundas.
Este diseño institucional genera una trampa que impide la renovación democrática que tanto se proclama, pero poco se permite.
La Colombia de 1991 y la de 2025
También se lanzan comparaciones superficiales entre la Colombia de 1991 y la de 2025, como si la historia se hubiera congelado.
Sin embargo, omiten reconocer que, más de tres décadas después, los mismos problemas estructurales persisten: inequidad, exclusión, corrupción, violencia y una democracia capturada por élites que rotan el poder sin que el pueblo vea mejoras sustanciales.
Petro plantea que el pueblo debe liderar los cambios necesarios, porque el Congreso ha demostrado ser incapaz de auto reformarse o de poner los intereses del país por encima de los suyos.
Análisis sesgados ocultan la verdad
Lo más preocupante no es el debate sobre la constituyente, sino la hipocresía con la que ciertos sectores se presentan como analistas neutrales.
Se llenan de discursos sobre el “peligro” que representa el uso de mecanismos constitucionales para convocar al pueblo, pero su verdadero temor es perder privilegios.
Ocultan que este gobierno ha sido respetuoso de la democracia y de las instituciones, incluso frente a una oposición feroz. Pero temen que, por fin, las reformas que beneficiarían a las mayorías puedan hacerse realidad sin su consentimiento.
No les preocupa la legalidad
Así, la narrativa de los que hoy critican la papeleta por la constituyente es una cortina de humo. No les preocupa la legalidad, ni la democracia, ni el bienestar común.
Les preocupa perder el control sobre un país que clama por cambios profundos y duraderos. La constituyente, más que una amenaza, es una oportunidad para que el pueblo recupere la voz que por años le ha sido negada.