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Pecado santo.

Por: Pedro Severiche Acosta.

 

De niño me fracturé, me fracturó Pedro José, mi brazo derecho jugando fútbol un viernes santo. Para entonces, jugar fútbol en semana santa era pecado, como era pecado barrer, bailar y hasta brincar (por aquello de correr el riesgo de quedarse pegado).

 

Mi abuela, quien me había advertido en la mañana que no jugara en esa fecha santa, no permitió que me llevaran al hospital —al enterarse de mi tragedia— porque unos días atrás había muerto en el vecindario un joven a quien le picó gangrena por quedar mal enyesado en el San Rafael, según parte médico de Mita, como le decíamos a la abuela.

 

Así las cosas, yo fui a parar a donde don Domingo quien tenía su consultorio en un restaurante en el barrio Palmira. Se llamaba ‘El Barichara’, el restaurante cuya especialidad era el cabro … porque a él, a don Domingo, lo llamaban con el terrorífico apodo de ‘Sobamulo’. Ya podrán imaginarse la tortura por las que pasé por allá a principios de los años setenta, tiempo para el cual se jugó ese partido trágico de viernes santo.

 

Con un sebo, grasa sólida y dura que sacaba don Domingo de los chivos que sacrificaban en su negocio, comenzó el bruto su tarea con mi brazo partido, no sin antes comentar, a manera de advertencia, sobre el grave pecado que era jugar fútbol o hacer algo que ofendiera a Dios un viernes santo. El dolor me hizo ver al diablo en cuero, con lo que eso significa: ¡ me cagué !

 

Don Domingo me atendió durante varios días con lo pretensioso de alguien a quien en la vida le tocó el oficio de componer huesos rotos sin tener que haber pasado por ninguna academia de medicina. A cambio de bata medica, ‘Sobamulo’ despachaba en franela de pescador y de su boca huérfana de dientes no apartaba un tabaco Puyana, famosos para la época.

 

 

El partido.

 

Yo no concebía, a mis 13 años, que Dios se molestara conmigo por ir a echar una pateada en la Salle, como llamábamos a un peladero ubicado al lado del hospital, justo al sitio donde debieron ingresarme cuando mi victimario me jodió el brazo al sembrarme un taponazo a menos de tres metros de distancia. Yo oficiaba de arquero y pesar del dolor de la fractura de mi hueso blando, no fue gol … y eso para la historia del fútbol local vale mucho.

 

Recuerdo que era un balón de cuero, varias veces remendado, a quien un sabio vecino, creo que fue Armando, a quien apodábamos El Gago —y no pertenecía a ninguna bacrim— se le dio por pintarlo de verde, con aceite, la pintura de los pobres.

 

De contera o de ñapa, como os gustéis, había llovido. Es decir al Creador le dieron todas las herramientas para mi castigo por ser pecador de viernes santo: un balón más pesado que político pretencioso, un pata dura como Pedro José y la lluvia como compañía. Todo servido para romperme los huesos, cual Abraham con su primogénito.

 

El taponazo con ese balón asesino cruzó raudo la corta distancia y fue a dar contra mi pobre humanidad, ella toda de una estructura ósea endeble, sin muchas simientes de calcio todo por las limitaciones en las que fui levantado. Porque, hay que advertirlo, yo no fui alimentado en mi niñez con carne del comisariato de Ecopetrol, sino con lo que podíamos sacar fiado de la tienda de don Anacleto, justo el padre del bombardero Pedro José, que había hecho trizas mi cúbito (lean bien), el radio, y hasta el tocadiscos —diría yo— de mi brazo derecho. Este cínico, de apellido Cáceres, todavía recuerda que mi grito al momento de quebrarme el brazo fue: — ¡ Qué has hecho, Pedro ! —

 

Hasta tocayo resultó mi victimario: Pedro José. Pero de él puedo decir que además de ser mi verdugo celestial, fue el hombre que me hizo leer a Shakespeare. Y lo hizo con el ejemplo de una tarea sobre Hamlet que, juiciosamente, había él resumido en unas fichas que le enseñó uno de sus profesores de Literatura, creo que fue Parada.

 

Fue él quien me hizo ver la importancia de la planeación que debe tener toda tarea que el hombre emprenda. Cáceres no estudió literatura pero si se graduó de dibujante; pero literatura y dibujo creo que son hermanos.

 

Había que ver lo impecable de sus trazos y las bellezas de sus planas y planos. Yo no lo imité en esas líneas, pero mi hijo José, el hijo de su víctima, si que sabe hacer los trazos que Cáceres hacía cuando salió de bachiller del Industrial, porque hasta en el mismo colegio estudió el muy bellaco …

 

Un poco más de Pedro José. En su casa, que además era tienda como ya se dijo, doña Alicia, su madre, tenía restaurante. Allí, además de trabajadores petroleros, se alimentaban algunos jueces y otros empleados del poder judicial. Me imagino que doña Alicia, en medio de la sopa y el seco, le acomodó la hoja de vida de su hijo a uno de esos jueces y así la justicia ganó un burócrata y la humanidad perdió a un intelectual en ciernes.

 

Pedro llegó a ser juez de familia y había que ver que las gallinas llegaban en guacales como obsequio a su despacho de madres agradecidas, hecho que hacía que las ollas de doña Alicia siempre estuvieran llenas de buena gumarra y de buen bastimento.

 

Con el tiempo mi verdugo se volvió pastor evangélico. Sería el premio de la providencia a quien castigó a este jugador de viernes santo, aunque el futuro pastor también estaba jugando al momento del castigo divino.

 

Yo, por mi parte, si quedé jodido, con mi brazo torcido gracias a Sobamulo, que Dios tenga en su gloria porque no me lo imagino en el Infierno enderezando a tanto torcido que tiene don Sata en su paila.

 

 

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PEDRO SEVERICHE ACOSTA, Periodista, Comunicador Social, trabaja actualmente con el canal Enlace Televisión.
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